El
cuento de la criada (Margaret Atwood, 1985) es una novela distópica que rebosa
explotación sexual. La narración es fluida, de frases breves y contundentes, la
forma de hilvanar acontecimientos, acciones, impresiones y recuerdos no resulta
del todo lineal, la narradora da pequeños y grandes saltos que por momentos
genera confusión para retomar el hilo conductor y seguir adelante con la trama
central, aún más enriquecida y compleja. Cuando terminé de leer la novela sentí
la familiar sensación de abandono al concluir una obra que me ofreció compañía
y distracción durante algún tiempo.
Ese
mismo día releí unas cincuentas páginas de un libro que me regaló una compañera en la época del
colegio, hace un poco más de veinte años. Es de un escritor colombiano, un escritor reconocido pero poco leído,
el libro fue un regalo de amor y amistad, en aquel año se estrenó la versión
cinematográfica protagonizada por una famosa actriz de los noventa, una
película lenta que destila, como suele ocurrir, el ego inflado del director. El
libro es aburrido, narra las peripecias del protagonista masculino, siempre en
crisis, siempre renegado, siempre al margen, al borde del abismo, en el tercer
capítulo se encuentra con la mujer que da título a la obra, una vieja conocida
con la que ha compartido amores y aventuras, falta otro más para el triángulo
que se avecina. Hasta ese momento las descripciones, plagadas de efectos
que pretenden ser poéticos y de los recuerdos que detona cualquier objeto, han
agotado el interés en la historia. Recuerdo que había un prostíbulo (o varios),
putas (y más putas), hombres fracasados, pobres, mañosos. Un digno bestiario.
En el fondo, lo que me molesta de ese tipo de literatura es el afán de ciertos
autores por retratar al marginado dotándolo de un aura especial, un interés de
pervertir y subvertir el orden social cuando, al final, lo obedecen ciegamente y lo reproducen.
La cosa amorosa es patética, encuentros fortuitos, casuales, solo sexo y poco
sentimiento.
Recuerdo que mi amiga
me preguntó si me había gustado, le respondí “sí, me encantó”, fue una mentira
piadosa que me sacó de un apuro. Para la gente que no lee, regalar un libro a
un lector es como hacerle un favor, no se les ocurre que uno puede ser
selectivo. Sin embargo, tal vez si lo releyera completamente descubriría que no
es del todo desagradable, incluso, podría gustarme. Tal vez hace unos años no
me habría gustado El cuento de la criada, me hubiera parecido inverosímil,
absurdo, aunque bien escrito. O quizá sí me habría gustado, en la juventud
leemos con gusto la desesperanza como si fuera una luz que vence a la
oscuridad. Pero a esta edad, cuando la desesperanza ha dejado de ser algo exótico
para convertirse en algo cotidianamente cercano, tanta desesperanza embota los
sentidos, invade la mente y ralentiza el pensamiento. El cuento de la criada es
el horror de la desesperanza en un mundo donde la crueldad se respira, se vive,
no porque sea imaginada, sino porque es parte inexorable de la realidad. Es inevitable, nada se puede hacer, salvo intentar sobrevivir a costa de sí mismo y por encima de los otros. ¿El resultado? Seres que se adaptan a las situaciones más abyectas.